¿Quién no se ha sentado junto a una de ellas? -Prólogo a Ancestrales de Miriam Leiva (Anokanay, 2024)

Prólogo al libro "Ancestrales" de Miriam Leiva Garrido

1. Ocultamiento: un poco de luz sobre la biografía de la autora

Darnos al trabajo de deshilvanar los tejidos de nuestra genealogía, dejando a la vista los daños y los logros. Para llegar hasta aquí, como nos recuerda Ángel González, ha hecho falta un ancho espacio y un largo tiempo; un jardín que Miriam Leiva llena de hojas, ríos y aire, sentada junto al fuego que trenza la danza de mujeres en la historia personal y colectiva de nuestro continente. 

La presencia de mujeres creadoras y su representación en la cultura se ha vuelto un tema ineludible en los últimos años. Para nuestra poética nacional, conocido es el Congreso internacional de literatura femenina latinoamericana, realizado en 1980 en el Santiago de la dictadura militar. En esos días, abrir espacios de visibilización para la poesía era difícil, aún más para la obra de mujeres, pero fue sin duda gracias a la irrupción de muchas, que, en un clima de censura, desplazamiento y persecución, hicieron frente a lo que los libros llamarían hoy «el apagón cultural». 

En el prólogo de su antología «Yo no soy el espectáculo», Elvira Hernández menciona una usurpación de la palabra colectiva al referirse a los años del Golpe militar: 

Las palabras habían fracasado en el sostenimiento de nuestro presente y erraban en sus explicaciones. (…) Sobreviví porque la poesía estaba conmigo y permitió que no me desmayara ante la violencia heredada de la que habló Gabriela Mistral.

En los años ‘80 el clima político en Concepción no era muy distinto. Como en la memoria de Elvira, la poesía fue el arma silenciosa que sirvió de instrumento para alertar la consciencia colectiva durante los años de la tiranía, ofreció su apoyo en momentos críticos de nuestra historia y abrió una grieta en el lenguaje pétreo de la oficialidad, un punto ciego a los ojos del régimen. 

En los lindes de la cascada del Parque Ecuador existía el Taller literario Alonso de Ercilla y Zuñiga, donde una joven Miriam Leiva comenzaba a esbozar los cimientos de su obra. Uno de sus primeros libros fue publicado en los «Cuadernos del Sábado», del poeta y editor Marcos Cabal, ícono de la resistencia literaria penquista. En esos años escribíamos con un militar y una ametralladora en la puerta, me dijo la poeta alguna vez, un escenario elocuente que, de manera metafórica o literal, uno desde la vereda de su generación, no concibe. 

Tulio Mendoza, en su ensayo «Algunas reflexiones sobre la poesía chilena desde el comienzo de la democracia: una mirada desde Concepción», comenta que (…) 

la poesía escrita bajo estas circunstancias tendrá la impronta de recursos como el ocultamiento, decir una cosa nombrando otra, apelando a la inteligencia del lector y a la ignorancia del censurador. 

Ocultamiento es una palabra que bien podría usar para referirme a Miriam, a su historia, a su personalidad en el circuito regional, puesto que así la conocí: camuflada detrás de las lecturas, de los encuentros, de los almuerzos… 

Ocultamiento es el recurso por excelencia de esos primeros poemas de Miriam, marcados por la censura y su estancia en el taller de la cascada, pero también es la naturaleza de su carácter. Uno se pregunta, si al abrir «Ancestrales», algo de ese hermetismo estará presente en el hálito de estos poemas. 

2. Abiertas a mirar el mundo

«Ancestrales» supone un nuevo punto en el tejido poético de la autora, una aventura que se remonta a sus anteriores libros, tales como «Enhebradas», «Territorio de Pájaras», «Wabi Sabi» o algunos poemas pertenecientes a «Siempre dijo que sus sueños eran silencio». Como en sus anteriores libros, «Ancestrales» centra el ojo en el finísimo hilo con que muchas mujeres, desde el nicho de su anonimato, han atado los lazos sociales que nos unen.

Quién no se ha sentado 
junto a una de ellas,
los juncos se doblan
la raíz la persigue
se adelgazan al vaivén de su paso
instala la paz donde muchos se resisten (p.22)

En las comunidades indígenas y los entornos rurales de nuestro continente, la vinculación entre mujer y los saberes de la tierra adquieren una dimensión comunitaria y sagrada. En las regiones de la Araucanía o Biobío, por ejemplo, existen las santiguadoras, práctica transmitida de generación en generación, reservada únicamente al sexo femenino y cuyos orígenes pueden rastrearse al sincretismo de cosmovisiones autóctonas con la religiosidad cristiana. 

Este patrón que se repite en figuras con predominancia femenina, como las machi del pueblo mapuche, chamanas, cortadoras de empacho, hierbateras, entre otras, es primero comunitario puesto que nadie es dueño del conocimiento transmitido, y segundo sagrado, por su conexión metafísica con el pasado y la valoración de la naturaleza como protectora y proveedora de la vida. 

Son muchas las convocadas a esta epifanía, a este canto ritual que la poeta entona. Una tarea de despertar a las antepasadas y darles, aunque sin duda esperaban otra historia, el sitio que merecen, para contenerse y liberarse de las telas que atan los mandatos sociales. 

La poesía de Leiva acude como una nueva forma de significar estos símbolos domésticos, esta intencionalidad la apreciamos concretamente en fragmentos como:

Vuelo sin límites
que se desbordan en su humedad
escurriendo se me vienen
entre sombreros, pañuelos y vientos (p.20)

Entre tambores
junto a los símbolos que caen
y regresan sin irse nunca (p.21)

El libro está separado en dos partes: «Ancestrales», que es el corpus medular del poemario, seguido de «Me han crecido hojas». Esta distribución, que no es aleatoria ni antojadiza, propone una perspectiva de lectura para la obra. Mientras en la primera parte la historia se vertebra en un caudal unidireccional, como en un árbol genealógico, en «Me han crecido hojas» los poemas cuentan con dos títulos y pueden leerse de arriba hacia abajo, de atrás hacia adelante, de adentro hacia afuera, o quizás como más me gusta leerlos: desde el pasado hacia el presente, como hace alusión la poeta con títulos como «Con esa gota del ayer» o «No busques un oráculo». 

Sin duda la segunda parte es la más personal. Este estudio botánico que la hablante realiza sobre sí misma se abre como un jardín de saberes y experiencias, que entrega hacia una oyente a fin de subrayar el marasmo y la sequía: 

Escucha
Los ruidos subterráneos
La explosión de la vida
Hojas por caer
Gestar (p.51)

Mirar
La luz de los pétalos en una gota de rocío 
(…)
que el ojo
Recuerda la belleza, antes de
Descender (p.52)

Esta doble lectura donde el verbo tiene el protagonismo, imita al ciclo de la vida, donde algo nace y otro muere, oráculo o no de las hojas por caer o del descender. Es una sabiduría compartida desde el nexo generacional. La responsabilidad de entregar y escuchar desmaleza el camino, abre paso a la sanación.

3. Un nuevo tiempo viene rozando la palabra

Si tratara de encontrar las fronteras que limitan con la primera parte de «Ancestrales», debiera mencionar su cercanía a la forma de la oda, tanto por su tono lírico como por su hálito épico emparentado con los griegos. Quizás el mayor renovador de la oda en el siglo XX sea Pablo Neruda, quien escribió numerosos libros bajo esta fórmula. Para el vate, la epopeya de héroes y semidioses, o los cantos exaltados a los grandes acontecimientos, son reemplazados por el cántico a lo doméstico; no por nada Neruda es el poeta de las materialidades. Sin embargo, sigue haciendo énfasis en lo particular, en la individualidad de los objetos que aún inmersos en lo mundano, deben ser apartados para inventariarse. Esa es la diferencia crucial con Miriam Leiva, y es el paso fundamental que da la poeta frente a sus otros poemarios de tópicos similares. 

Para «Ancestrales», dividir a la mujer de la mujer es cercenar el antes común sobre el cual quiere poner el acento: el origen, las raíces recíprocas de la tribu, las heridas comunes del género femenino. Así, los poemas de Leiva abordan al total de las mujeres como una sola unidad.

Bajo el rostro de la ecopoesía, donde la poeta ocupa la materia orgánica de plantas y hierbas medicinales para expresar su emocionalidad, por medio del encarnamiento metafórico en los ciclos de la vida, el cuerpo único de la mujer intergeneracional, y por lo tanto universal y trascendente, emparenta a Miriam Leiva con algunas olvidadas de nuestra poesía nacional, tales como María Monvel y sus poemas a la maternidad —«Juego como los pájaros y el viento» donde la madre y la hija son una misma historia entrelazada— o la gran lárica Delia Domínguez. 

4. Con esa gota del ayer

Hace unos días leía un poema de la escritora rumana Mihaela Moscaliuc llamado «Cómo pedir mi mano en la tumba de mi abuela», un relato de la tradición asociada a la visita de los muertos. La traducción es de Frances Siman y en un fragmento dice: 

llevamos cementerios en nuestras cabezas
en nuestros vientres, alrededor de nuestros tobillos
los llevamos al trabajo 
y los llevamos a dormir, 
y cuando hacemos el amor 
ellos gimen, ellos se agitan, ellos cantan. 

Como al asistir a un mausoleo con el silencio de un visitante, retomar la memoria supurante de la dictadura, encarnarse en el jardín de la vida donde madre e hija son un espejo, leer «Ancestrales» y reducirlo solo a una manifestación estética o política del género, obviando el trasfondo metafísico que le cruza, se arriesga a ser una lectura superficial. 

En «Ancestrales», como en el poema de Moscaliuc, y así como en los poemas de muchas mujeres poetas que reivindican a sus madres, abuelas y ancestras, recordamos que nuestras antepasadas están vivas, que danzan cuando danzamos, que crecen en la hierba y el musgo bajo nuestros pies, y cuando las llamamos nos hacen compañía. 

Ha hecho falta un ancho espacio y un largo tiempo para que sus saberes lleguen hasta aquí, y siempre es tiempo de prestarles atención, de resignificarlas, de tratarlas con respeto. 

Alejandro Concha M.
Marzo de 2024. 



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