Lota en los ojos de un niño: prólogo a "Lota 1939" de Michael Rivera Marín

~ por Alejandro Concha M .~

Prólogo del libro: Lota 1939, Michael Rivera Marín, 2021.


Recuerdo las visitas a la casa de mi abuela, muy niño y sentados junto a la cocina a carbón, oía las muchas historias atesoradas con especial lucidez en el velador de su memoria. 

“Durante el terremoto de Valdivia —me decía—, las aguas arrastraron las casas y calles de la ciudad. De los altos cerros podías ver una bandada de pañuelos; eran personas, que con los ojos empapados y las manos en alto, despedían a sus familiares, quienes no habían logrado escapar del mar. Janito, ¿sabías que algunas noches se oye un pájaro cantando tué tué que anuncia cuando alguien está a punto de morir? Cuando la mina cerró… —me contó un día— sonó por última vez el silbato de cambio de turno en los piques de ENACAR. A las tres de la tarde se detuvieron las jaulas, nadie acudió a la bocamina, todo el pueblo guardó un repentino silencio”.  

Lota es una ciudad de contrastes, de alturas y subsuelo, de la muerte que se comparte entre vecinos, del mar con su ronquido de bestia azotada contra la arena, y aunque la experiencia y la niñez coexisten en el imaginario de sus habitantes, la infancia no es un tema recurrente en las publicaciones posteriores al término de la minería; apenas si encontramos testimonios al respecto, los escasos antecedentes existen en la literatura local, en libros como El niño que vive en mí de Rigoberto Acosta Molinet, o el siempre recordado Pablo y su lóbrega Compuerta Número 12. La realidad es que, aun cuando en Chile el debate del trabajo infantil comenzó a darse apenas en la década del 1920, hasta finales de siglo, todavía podíamos ver a menores de edad trabajando de pozeros, chinchorreros, comerciantes o mariscadores. 

Dadas las precarias condiciones de vivienda y la disposición urbana, en otras épocas era común ver niños correr en los pasillos de los pabellones, recolectar avellanas en los cerros, salir en grupo de las escuelas o jugar en los esteros de agua.

Lota era una ciudad de niños y niñas, nos hablan de ello sus monumentos nacionales (el Desayuno Escolar y  la Gota de Leche), las escuelas y los relatos transmitidos de generación en generación, de aquellos que esperaron el regreso del padre o el abuelo, que después de cada laboreo daba un trozo de su manche y les dejaba el conchito de harinado pa’ que creciera grande el cabro; o niños como yo, nietos que crecimos con un oído en esas quimeras laberínticas de la minería y sus personajes fantásticos, como la Taco Alto en Schwager, el Culebrón de calle Matta, el Pabellón de los Brujos, o el siempre presente Patas de Hilo, con sus dientes de oro, vestido de sombrero y bastón, a semejanza de los ingleses y oligarcas de su época.

Cuando Michael me hizo llegar por primera vez el borrador de esta novela, quedé sorprendido, no solo por su vasta luminosidad creativa, de la cual ya tenía noticias cuando leí su novela Francisca Macabra, sino también por el cuidado al retratar de la manera más fiel posible el pensamiento y visión de los lotinos. 

Cada paisaje descrito ha sido meticulosamente dispuesto en el escenario de la obra, respaldado con investigación y lectura de numerosas fuentes bibliográficas, incluyendo autores e investigadores locales. Pienso, por ejemplo, en cómo los terremotos han sido un espacio común para delinear la historia del carbón, no obstante, el sismo se convierte en más que un hecho histórico para estas páginas, transformándose en un detonante emotivo frente al que cualquier niño sentiría miedo o sorpresa. 

Ese mismo compromiso emocional —que como lotino y nieto de mineros, agradezco—, es lo que otorga a esta novela una relevancia que trasciende lo temático; en este libro la ciudad no es un mero escenario, es una más de sus protagonistas y late en cada detalle de esta historia, porque Michael, tal como el protagonista de esta aventura, podrá no haber nacido en Lota, pero su lucidez y tacto, le permite hablar con suma sinceridad, manifestando un respeto alimentado por su curiosidad de niño y nutrido por el bien llamado patrimonio vivo; personas que aún caminan en las calles de nuestra localidad.

De pequeño, en esta ciudad de fantasía y duras realidades, creía sin cuestionar las historias de mi abuela; hoy, siento que al guardar silencio podría oír al Tué-Tué graznar al paso de la muerte o al Patas de Hilo revivir del oscuro pique de mi imaginación. ¿Cómo no? Si estos agrietados muros permanecen aquí, y a pesar del fragor del tiempo, son estas las mismas calles que caminaron mis abuelos.

Siempre he creído que no basta con preservar y transmitir el patrimonio cultural, es necesaria su transformación. Creo que, por medio de la conversación con nuestras familias, podemos descubrir el pasado, pero solo a través de la creación artística y literaria la existencia de una identidad pasada puede asimilarse como propia, nos permite ser críticos y mirar la historia sin pudor ni prejuicios. 

Yo diría: conversemos y permitamos a nuestros jóvenes construir su propia narrativa. Más allá de la mortaja de la industrialización y de las ruinas escabrosas, hay una Lota llena de paisajes, rebosante de tradiciones, que nos exige ser escrita. 

Esta novela se publica en un momento crucial para los lotinos. Frente a la postulación a Patrimonio de la Humanidad, llega una época donde debemos contemplar nuestro propio valor, frente a tantos errores del pasado; mirarnos con ojos de niño, con los ojos de un visitante. 

Agradezco a Michael por esa posibilidad.


Alejandro Concha M. 
En Lota, 24 de enero de 2020.



Cubierta de Lota 1939 por Luis Naranjo. Nautilus ediciones, 2021. 




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