Prólogo a "Epifanía del carbón" de Palmira Ramos Cruz




Palmira Ramos Cruz, poeta y docente con varios años de trayectoria, trae a nuestras manos su nuevo libro Epifanía del carbón, obra que me convoca y tengo el placer de prologar. Una epifanía se define, según el diccionario de la lengua española, como una manifestación o aparición, tiene un carácter de descubrimiento y de presencia inmaterial.

La naturaleza del libro, desde su título, es la experiencia del viaje, da a entender la existencia de una unidad que hilvana la totalidad de los textos, un camino. De esta manera, la obra se subdivide en tres partes y se distribuye de manera uniforme hasta alcanzar la revelación culmine, donde la senda recorrida se manifiesta sobre nosotros y clava con ganzúa su mensaje en nuestro sentir y pensamiento.

Aunque no lo parezca, encontrar una vía por dónde llevar al lector, es un desafío al cual cada persona se enfrenta al momento de escribir la Cuenca carbonífera. Horacio Quiroga, en su Decálogo del perfecto cuentista (disposiciones que siempre he defendido, son perfectamente aplicables al poema), recomienda “no escribir bajo el imperio de la emoción”, sino dejarla morir y evocarla después. Escribir sobre Schwager, incluso de su presente más próximo, implica inevitablemente abordar su pasado; en esta tarea es fácil perderse, damos por asumidas algunas cosas, otras tantas por evidentes y tratamos de no faltarle el respeto a un patrimonio cultural, ya bastante maltratado.

Dentro de las dos rutas por escoger: la primera es la perspectiva crítica, donde leemos autores que centran su vista en las profundidades de la tierra y su látigo, la panorámica más difundida en el imaginario nacional, Sub terra, con toda su crueldad y paisaje inhóspito, su cielo siempre oscuro y la pobreza no reconocida de la explotación; la segunda es la memoria, nostalgia del sol y la sal, donde se repiten siempre los pescadores, las ferias libres, niños que compiten por llegar primero a los maquis más dulces, o a compartir las murtillas con las que embadurnaban sus rostros al volver a casa, Sub sole, la idealización de un pasado idílico.

Estas dos contradictorias cuencas carboníferas perviven y luchan en el imaginario de sus habitantes, como el mar imponente de Maule, al chocar contra las osamentas del último chiflón y su tripa calada bajo el lecho marino. ¿Cómo conciliar estos estrépitos venidos del mar? Siento que, al leer esta Epifanía del carbón, hay una respuesta para la estridencia, una solución a la fórmula, configurada desde el mismo sonido, imágenes acústicas empleadas para componer estos poemas.

Hablando del sonido, la primera parte de este libro está escrita en décima. La tradición lírica minera es vasta, desconocida en los tiempos actuales, pero de un caudal copioso; el profesor Héctor Uribe, en su libro Poesía popular minera en el periódico El Siglo (1952-1958), recopila múltiples poetas populares (muchos de ellos venidos de Coronel) con un fuerte arraigo folclórico, salpicado del más puro campo chileno. Estos poemas que se vendían en estaciones de trenes o asambleas, conformados preferentemente por obras en décima, cumplían una labor informativa, de vox populi, educación, expresión religiosa o incluso como método de organización social; recordamos la Concha Acústica en pleno centro de Puchoco, donde en tiempos de la huelga grande de 1920 y en plena plaza, los mineros se reunían a oír con atención las lecturas en voz alta del periódico, cuando el analfabetismo era lo más común entre el proletariado.

Sin querer alargarme en este punto, hay verseros como Juan Segundo Placencia, que afirmaba haber vendido más de 56.000 décimas impresas en las calles de nuestra zona; o el propio Victaliano Novas, poeta quien, debido a la persecución política, debió refugiarse lejos de las minas de su amada Schwager. Cuando menciono a estos autores y leo las serenatas de Epifanía del carbón, no puedo evitar sentir en Palmira el mismo espíritu, la herencia del lenguaje como instrumento de conciencia y educación, más allá de la nostalgia, la necesidad imperiosa por rescatar y dar testimonio de quienes hemos sido y anhelamos ser.

En este sentido, la autora es fiel a su niña materializada y no escatima en sumarnos a la ronda, ya sea al cantar las mañanitas, o al salir a la calle, enarbolar banderas y gritar por la injusticia. Pienso —ya que hablamos de infancia— en cómo sería volver a escuchar poemas recitados en boca de los niños (¡qué mal hemos hecho en alejar la poesía de la infancia!). Ante los versos de Palmira nos llenaríamos de preguntas y ojitos incapaces de vislumbrar las imágenes sembradas en los poemas “Bocamina” o “Minero palaciego”; estos escritos desempolvan las huellas de una época que se aleja cada día más, de la cual la autora fue testigo y nos invita a recorrer.

“Las piedras subterráneas”, segunda parte del libro, está conformada por poemas de verso libre. Desde el primero emerge la mujer, la reivindicación del género en un relato cultural que insiste en leerse desde la óptica de lo masculino.

Nací en todas las lunas llenas/ como una loba en celo/ allá en las minas donde el carbón/ era de mi abuelo…

Apagué las cocinas del carbón/ los relámpagos/ azules se tornaban”.

No empleo de mala forma el vocablo “emerge”, pues la mina es en estos poemas un antes inevitable. Consuelo de la abuela, cáscara de piedra submarina cuya polilla escarba, busca luz y halla en ella una multiplicidad sorprendente: la voz se reconoce hija, nieta, madre. Desde esa ternura, acuden sus manos a recoger las ruinas regadas de la memoria, sostiene al padre explotado y se llama roca, y más que roca: humana.

Entre ásperos cimientos/ soy piedra/ la que golpea tu ventana/ y triza el vidrio/ para gritar que soy humana (…)”

Llamativo: la roca es la materia prima de la compañía, la naturaleza violada. Culminar la segunda parte del libro con esta idea es romper con la explotación sobre el ser humano como máquina al servicio de la industrialización.

En la tercera parte: “El destino”, las rimas acaban de desaparecer. Mientras la estridencia también se marcha, resta un aire lárico en los poemas que se avecinan, similares al viento de la tarde vistiendo Lo Rojas. Hay unos poemas llamados “Noticieros”, que ruego les presten atención: el sonido no ha desaparecido, persiste incluso en las voces enajenadas. La poeta habla con ironía y mucho dolor, sin destino, se apresura a otorgar palabras de consuelo “¿alguien podrá olvidar las luchas de mi pueblo?”, pregunta.

Deseo destacar algunos poemas como “El niño caballito” o “Lavaderos colectivos” (solo para ejemplificar), pues creo que es imposible hablar de los campamentos mineros sin hablar de sus habitantes. Según los lineamientos políticos de la Dibam, publicados el año 2005, la definición de patrimonio cultural no termina en lo tangible o intangible, destaca sobretodo la existencia de prácticas sociales y el valor de ser transmitidas. Es decir, escribir sobre nuestras costumbres, juegos u otras prácticas no solo constituye un acto legítimo de construcción de identidad, sino que preserva nuestra memoria colectiva, permite a otros acercarse a esta y sobretodo resignificarla, a su vez de cumplir como registro de un proceso histórico desde la percepción personal; por eso el poema que culmina no solo con este episodio, sino también con el libro, es “Elegía del adiós”, cuyos versos actúan como altar, lágrimas y respiración; por la luz al final del chiflón, salimos a la tarde y al mar, encontramos la Sub terra y la Sub sole, conectadas en una sierpe donde nuestros cuerpos lectores se levantan. Hay una actitud de profunda nostalgia, que no se detiene en el llanto, sino que asume la existencia de un futuro del cual debemos hacernos responsables: “la niña no murió/ la niña fue mi ensoñación,/ una mujer con mis canas heridas/ y mis manos libres (…)”.


* * *
Aquí estoy, Palmira, después de leer tu libro. A pesar de la distancia, veo en tus palabras las mismas inquietudes de otras poetas del carbón: reivindicaciones de género, el cuerpo desindustrializado, el regreso a la madre natura, la memoria…

Veo aquí una pieza más en esta necesaria labor de reconstruir nuestro imaginario fragmentado. Siempre hablamos de Lota (lugar de donde provengo), pero invisibilizar otros territorios es otra forma de destruir los muros de nuestra historia, hablemos de Lebu, Pilpilco, Curanilahue o Schwager. ¿Cuánto nos falta el mar de Puchoco? Miro mis ventanas y pienso si todos los niños crecerán siempre en cautiverio.

Sabemos que esto no se trata de idealizar el dolor o el sacrificio, pero sí de recuperar un “algo” que no sabemos nombrar y nos hace más humanos.

Tus poemas acuden a mí como una epifanía.


Alejandro Concha M.
Lota, 31 de julio de 2021.-




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