Prólogo al libro "Ingeniería solar" de Luis Correa-Díaz (Santa Rabia Poetry, 2022)

Era un niño cuando me asomé por primera vez a un telescopio y observé la ruta de Saturno. Lejos de ver un coloso en el centro del cielo, vi un puntito que se movía como una hormiga en el vidrio del aparato. Entonces concluí una cosa que por evidente se nos escapa: somos una anécdota. Que dos átomos, luego tres y millones de ellos se alineen para formar un cuerpo es un milagro, tan sorprendente como que en esta bastedad imposible nos encontremos, podamos amar y los circuitos eléctricos de nuestros cuerpos, nuestra fijación en las formas, los olores y las fibras nerviosas nos causen placer. Terrible como darse cuenta que al final todo es tan frágil y caminamos al borde del abismo, una mínima alteración del equilibro sería capaz de derrumbarlo todo. Pero aún esa decepción de saber que perderemos la aguja en el pajar —recordando a Omar Lara— es dueña de una maravilla que nos empuja a seguir buscando, a repetir la vuelta al sol. “La belleza duele pero se agradece”, dice Luis Correa-Díaz en este nuevo libro de poemas, una sucesión de agudos dolores y pulsiones algorítmicas que, como la fibra íntima de la materia de que están hechas todas las cosas, nos quema los ojos y nos rompe los oídos; es un ver de frente al mar en su último crepúsculo, un larguísimo instante de millones de años antes de que todo perezca. 

Me refiero aquí a un libro de grandes extensiones. Si las civilizaciones arcanas miraban las estrellas y narraban, a través de la memoria mágica de sus semejantes, épicas cosmogonías, que condensaran los conflictos mortales y morales, las creencias y el saber, las celebraciones y el pensamiento; Luis Correa-Díaz, en un intento por reencontrarse con esos dioses desmitificados por la razón, escarba significantes, como si fueran fósiles del futuro, en la biología, la astronomía, las matemáticas y otras ciencias “duras”. Su interés radica en abrir el jardín del poema a tópicos que no siempre pertenecen al orden sentimental y político de la lírica, pero que, en su caótico rigor, exponen la condición humana a la luz del lenguaje poético expandido, pues, aunque demanda un aventurarse total, es nuestra naturaleza buscar palabras que nos interpreten más allá de nosotros mismos. De esta forma, poemas como “Uno de romanos”, tienen el coraje de comparar la escritura de un poema con la edificación del acueducto de Chelva y no fracasar, sino que abrir una posibilidad inusitada para los lectores: un lugar bajo los arcos para acurrucar la ternura. 

Tenemos la mala manía en los círculos de poetas de despreciar los avances científicos, de romantizar la desconexión, como si escribir en un bosque solitario para fantasmas que no nos escuchan fuera el mayor objetivo, sin embargo, no podemos negar nuestra obsolencia analógica ante la seducción del pensar hologramático de las nuevas tecnologías de la inteligencia. Se comprende con este libro que, así como los artefactos tecnológicos son extensiones de nuestro cuerpo, la velocidad inconsciente y el desecho emocional al cual las redes sociales nos empujan, son también una extensión de nuestras carencias humanas y espirituales. Tan rápido como lees estas líneas, nuestro planeta se llena de Pc’s, jeringas usadas, bolsas de retail y pantallas planas sin dueño, así mismo las palabras se amontonan en los mares y flotan inutilizables como basura espacial en el vacío de nuestra exosfera; otras se han convertido en objetos de turismo, yacen como monolitos con los que sacarse selfies mandados luego a la papelera de reciclaje. Dar vida a los menhirs de ese lenguaje pétreo debiera ser también un desafío para los poetas de nuestra era, no por ocupar un territorio ajeno —si es que existe un territorio ajeno para la poesía— con la única excusa de la estética, sino porque en nuestro tiempo una auténtica necesidad de reivindicar la experiencia humana frente al consumo y el materialismo nos circunda. De esta forma Ingeniería solar no es solo un libro con una propuesta estética en el idioma y sus signos, sino con una ética de (trans)humana sensibilidad. 

Amor, familia, amigos, playas de ciudades y caminatas, cafés y espacios virtuales abundan en este volumen. En principio nos encontramos con un poemario defensor de una estética del hombre de este mundo que no oculta el pensar antopológico (pero no antropocéntico): mamífero que se reconoce un ser pensante, observador de su entorno, gregario y heredero de muchas culturas, pero, sobre todo, enamorado del mundo en toda su extensión. Entonces el poema, de este hombre, de este tiempo, de este lugar no-lugar, se propone ser como un colibrí: fugaz, etéreo, pero capaz de “no perder la ruta exacta al jardín” cada vez que vuela, incluso cuando lo hace a la estratósfera y más lejos, ser dueño de un tiempo y un lugar para nacer y descomponerse, así como lo hacemos también cuando nos internamos en la enorme biblioteca de libros y PDF’s que hablan más de nuestra muerte que de nuestra vida, tenemos el derecho (y el deber) de no perdernos entre esas nebulosas hechas de palabras y digitos. El algoritmo no ha de ser una trampa entre los humanos sino un canto de estos al (hermano) padre sol. 

Los seres humanos de nuestra era somos cetáceos invisibles al tiempo. Durante ese breve plazo tu humanidad se pudrirá, golpeada a ratos por ese oleaje ciego pero sonoro. Nadie se espante por nuestra última desnudez, sobre las arenas de playas como las de Curanipe, al final no dejaremos otra huella que un corazón inexplicable cuyos nombres borró el mar. Existe el poeta para dar testimonio de nuestra época —no lo digo yo, lo dice Rimbaud—, y Luis Correa-Díaz aporta poniendo en tela de juicio las mistificaciones del testigo: 

Todo testigo miente
porque no cuenta
lo que pasó, habla
de sí mismo,
de lo que cree
haber presenciado 

El tiempo lo borra todo, salvo que la memoria acuda a su rescate y el lenguaje lo custodie. Ingeniería solar me inquieta, me pensar en lo fácil que es echar mano del olvido para dejar a nuestras culturas disolverse. Hemos construido nuestra sociedad en base a miradas parciales, “mentiras” dice Luis Correa-Díaz sin cables en la lengua, sin embargo, el hecho concreto persiste: formamos parte de aquella ingeniería, el colibrí vuela y los microbios abundan aún en otros cuerpos celestes, quizás en ellos se oculte lo único verdadero: “que respiramos y dejamos de respirar”, dice Jorge Teillier, y que este libro acepta en su sabiduría.   

Para Ingeniería solar nuestro tiempo y lugar es la ternura, esa que arde junto al último crepúsculo y que resignifica las cosas tristes que pasan en nuestros países y que no tienen perdón de nadie. Es hora y no hay excusas para no buscar una poética cosmológica que nos dignifique ante los (auto)engaños de nuestra especie y sus relatos. 

Alejandro Concha M.
Lota, Chile -febrero de 2022. 






 

Con la tecnología de Blogger.