Confianza y desconfianza: el miedo a la oscuridad en la enseñanza de la poesía

(Texto publicado en la Web de Alegranza, Argentina; y en el libro OASIS: por una educación poética para Chile 2022).

«La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la confianza», escribe Octavio Paz en su libro «El arco y la lira». Me gusta esa palabra: confianza, porque su primera acepción en el diccionario alude a la seguridad, a la familiaridad, al vigor para obrar. Cuando pienso en la palabra confianza reconozco en ella un aura de protección, un sitio seguro desde donde podemos manifestarnos sin sentirnos en peligro. Casi de inmediato acude a mí un párrafo de Federico García Lorca que, en una conferencia sobre Góngora en 1932, ubica al autor en una situación de amenaza, él dice: 

El poeta que va a hacer un poema tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un sitio lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. (…) Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como haga, no podrá nunca levantar su obra.


Aunque este fragmento pueda parecer contradictorio a lo que indica Paz, Lorca es claro en afirmar que el poeta debe ir hacia su cacería —o sea a la escritura— limpio y sereno; y compara a los halagos, lugares comunes y falsas imágenes con «malos espíritus que nos llevan a un sinsentido estético, sin orden ni belleza». Hay una edad, un tiempo en la vida de cualquier ser humano, donde la confianza en nosotros mismos y el entorno escasean, en ese efímero plazo, las primeras imágenes de la niñez comienzan a desmoronarse, des-idealizamos a nuestros padres y vemos cómo en cada hora que transcurre, nuestro paso a la adultez se vuelve más vertiginoso. 

Mi experiencia directa con la poesía, con ese sitio lejanísimo que describe Lorca, ocurre en esos años. 
Cursaba segundo medio y el programa de estudio oficiaba abordar género lírico. Recibí esa noticia con mucho entusiasmo. Aunque a mis 16 años mis profesores ya sabían de mis cuadernos de poemas, lo cierto es que las oportunidades para mostrar mis composiciones eran pocas; salvo un par de minutos de un día del alumno y alguna ocasión especial en la asignatura de lenguaje, nunca tuve un taller permanente donde lo que escribiera encontrara un eco. Me sentía un animal extraño, descubrí esa sensación durante una clase de lenguaje donde se nos presentó un texto para analizar, el poema es la «Rima LIII» de Gustavo Adolfo Becquer. 

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Ante lectura quedé estupefacto, el verso refulgente hizo ver en la página dos paisajes claros, casi como revelaciones. 

La profesora preguntó en voz alta «¿Qué quiso decir el poeta con esta metáfora?». Hubo un silencio 
sostenido. Ante la nula respuesta de mis compañeros, levanté la mano y respondí: «La metáfora significa la noche». Observé de regreso los versos y temí haber errado en mi cálculo, una respuesta correcta hubiera sido la lluvia (por eso de los cristales colgados del cielo, pensé), sin embargo —nunca sabré si fue conscientemente— la profesora dio mi respuesta por correcta y se apresuró a agregar unas palabras que me perseguirían desde entonces: «Es que tú, Alejandro, escribes poemas, tienes la sensibilidad para entender lo que el poeta dice». 

Aunque al principio me sentí bien conmigo mismo, casi al segundo afloró en mí otra sensación inquietante: la incomodidad. La maestra había dicho (sin querer) que el ejercicio de la escritura me daba una capacidad que me distinguía de mis compañeros. En primer lugar, eso podría parecer algo de lo cual enorgullecerse, pero lo cierto es que esa frase me inquietó; ¿acaso quiso decir que, por el hecho de escribir poesía, estaba reducido a hablar solo con otros poetas, que mis compañeros jamás me iban a entender, y aquellas palabras que escogía para manifestar mis inquietudes adolescentes nunca serían suficientes?; comencé a dudar de mis palabras, de mi capacidad para la comunicación. 

No me malentiendan, sé que en el gesto de mi profesora no hubo mala intención, por el contrario, jamás debiésemos contenernos al decirle a un estudiante «eres bueno en esto» o «sigue adelante». Sin embargo, a lo que quiero llegar es al cómo hemos decidido enseñar la poesía, los prejuicios que recaen sobre su práctica y las razones por las cuales el joven decide asumirla como herramienta para ordenar el mundo (su mundo). 

Una vez, en una sesión de educación poética, una estudiante de segundo medio acercó a mí su teléfono, en la pantalla vi la ilustración de un mono, junto a un pez, una foca y un elefante, frente a ellos un profesor con las palmas cerradas dice: «Para una selección equitativa, todos trepen el árbol» y abajo en letras naranjas una frase atribuida a Albert Einstein: «Todo el mundo es un genio, pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil». La chica me miró con ojos frustrados y me dijo «yo no sé escribir poemas, soy buena para las matemáticas». La diferencia, pensé, es que los jóvenes no son peces, son personas y, entre las matemáticas y las palabras no hay una brecha biológica que imposibilite acercarse. Sabemos que existen distintas habilidades, competencias y numerosas variantes a considerar en el proceso de enseñanza-aprendizaje, sin embargo, un prejuicio de ningún modo debiera ser una obstrucción para acceder a una determinada disciplina. Entonces cabe la pregunta: ¿Hemos llenado a la poesía de prejuicios al abordarla en clases? ¿Cuántas veces hemos escuchado que la poesía es difícil, aburrida o, peor aún, que solo está reservada para esos niños con una sensibilidad especial y que tienen el talento para entenderla? Asumir estos obstáculos es implantar desde el principio la desconfianza en el rol ineludible que las palabras tienen de transmitir emociones, conocimientos y experiencias. En mis sesiones, cada vez que analizamos un texto, no le pregunto a mis talleristas qué quiso decir el poeta, sino qué sientes tú como lector al aventurarte a ese bosque oscuro que es el poema. Esta estrategia —que alimento con desacralización de la página escrita, al escribir encima del texto y subrayar versos o ideas que nos llaman la atención— pone al centro del interés al estudiante, a aquello que presiente y aún no conoce, permite avanzar más allá del aprendizaje significativo, es decir, al aprendizaje profundo.

Cuando tuve 16 y recibí esa respuesta de mi profesora, me animé a hacer algo que, sin querer, se convirtió en el origen de mi amor por las antologías y la educación poética. Le pedí a mis amigos, compañeros de curso y de liceo que me regalaran poemas escritos por ellos mismos, textos que aún guardo en un cajón de recuerdos bajo mi biblioteca. Darme cuenta en ese ejercicio que al igual que yo, otros estudiantes escribían o deseaban ansiosamente escribir, nos permitió junto a Dante, Germán y Caro hacer nuestro primer grupito de jóvenes escritores, donde nos reuníamos a compartir lecturas propias y de otros. Escucharse es una de las experiencias más preciadas del colegio (lo que sucede en los pasillos, en la sala y en los recreos) saber que, aunque el exterior es un lugar amenazante, aún tenemos las palabras para defendernos, contenernos o pedir ayuda. 

Mientras buscaba la forma de acabar este texto, apareció en mi Instagram la recomendación de un poema de Liliana Bodoc (a esta destacada escritora argentina la descubrí en la biblioteca de mi liceo y marcó mi forma de escribir para siempre), la autora escribe: 

Recuerdo el día en que mi madre se quedó parada a mis espaldas, mientras yo subía las escaleras de la mano de una mujer vestida con guardapolvo blanco. La mujer me dijo que no llorara, que iba a enseñarme a dibujar la letra m. Entonces, llegó de nuevo la poesía. Y entendí que el lenguaje puede ser la extensión del regazo materno. 

Considerando lo dicho y a partir de este texto, si el regazo materno alude a la seguridad y a la familiaridad, entonces ¿qué son para nosotros las escaleras donde el hablante avanza cuando su madre ya no puede seguirla? ¿Quién es la mujer de blanco en la penumbra? Y, lo más importante, ¿qué sientes tú ante la distancia que se extiende en el poema de Bodoc? 

Y ya que hablamos sitios oscuros y lejanos, traigo un principio de la física acerca de la luz; llamamos «reflexión» al fenómeno de una onda que incide en una superficie y se desvía, permitiendo así ver los objetos que nos rodean. De la misma forma, las palabras que conducen la reflexión, actúan como una luz que usa el escritor para develar las imágenes reflejadas en nosotros mismos. Compartir el milagro del lenguaje, es abrir camino a la reflexión, es hacernos portadores de una luz en el bosque lejanísimo al que cada día nos internamos. Como en el texto de Lorca, la cautela también se aprende, sin embargo, no vaya a ser que, dadas nuestras propias obstrucciones, quitemos a otros las únicas armas que tienen para defenderse. 

Alejandro Concha M.
En Lota, octubre de 2022. 




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