Prólogo: "Partitura para pelícanos descalzos" antología de Abra cultural, Canarias

Pelícanos descalzos es el nombre de esta antología publicada por integrantes de la Asociación Abra Canarias Cultural, un concierto de cuatro voces, aves que recorren con versatilidad la geografía de un confín que nos provoca encontrarnos. Liderada por los poetas Héctor Rodríguez Riverol (Argentina) y Juan Calero Rodríguez (Cuba), ambos radicados en Islas Canarias, abre trecho a lazos construidos por la amistad con poetas de una isla de otra naturaleza, una de esas amuralladas por fronteras topográficas y desafiantes brechas históricas; Chile, representada en este volumen por Vilma Orrego-Zuñiga y Carolina Correa Guzmán.

Este libro se comprende como un homenaje al país suramericano, con sus tradiciones, ciudades y paisajes (si entendemos el paisaje no como una fotografía quieta en el lente, sino como un conjunto de costumbres, expresiones e imágenes en movimiento). El acto de escribir desde el horizonte, viaje o recorrido, se enfrenta a un desafío no menor para la lírica la cual, arrimándome a las palabras de la poeta uruguaya Silvia Goldman, puede “interrumpir la migración de los pájaros”. Si el poema es una interrupción, entonces corremos el riesgo de petrificar un detonante al extraerlo de la realidad al territorio del poema, por lo tanto, cabe la pregunta de si esta acción puede convertir las imágenes en esculturas sólidas a su contacto con las palabras. Yo creo que no, y es sobre esto donde quiero cimentar mis palabras en este prólogo.

En el diseño de un breve planisferio poético, podemos decir que Chile se enfrenta a cuatro materialidades, que en su extensión —quizás una de las más largas del mundo— esconde una tradición de poetas afectados por estos microclimas literarios. Hablo del norte y la aridez del desierto, la pérdida de la pampa de Juany Rojas o las voces de los desaparecidos en los cielos lúcidos de Raúl Zurita; hablo también del Pacífico, cuyos vientos nos recuerdan a Gonzalo Rojas o del mar creacionista que erige su monumento en los huesos de Vicente Huidobro; hablo también del sur, de las aldeas de la infancia de Jorge Teillier o los yaganes indígenas que mueren en los parajes de Tierra del Fuego traídos a nosotros por Astrid Fugeille; y hablo de la cordillera, muro pétreo donde el azul nos recuerda los recados mapuche de Elicura Chihuailaf y esos dialectos perdidos e indigenistas de Gabriela Mistral, con su ternura por la infancia, ese plazo momentáneo ante el cual somos pequeños frente al duro y masivo carácter del cerro. Esto es Chile, multiplicidad, ciudad y margen.

Como lector, no es casualidad que estas fronteras se manifiesten en la poesía de los antologados. Cada temple, voz y hablante lírico presenta una personalidad inconfundible con sus compañeros, dan en vuelo conjunto un panorama completo de los caminos que puede abrirse el poema ante las vicisitudes del viaje.  

Abre el coro Héctor Rodríguez Riverol con Un ovillo en las ojeras. La propuesta entra con el fuego, el cielo crepuscular, puños, aplausos y tímpanos. Pájaros de cobre pasan las páginas destellando. Huidobro lo dice: “No se puede fraccionar al hombre”. Riverol sigue las huellas de esta consolidación del ser en el todo que conforman las cosas, vuelve a lo inhabitual del lenguaje cuyas imágenes refulgen como alicantos en la noche del desierto. En sus poemas el día enferma y el alba finge, surca en las brechas de sus tropos la posibilidad de humanizar la experiencia poética, tensionarlas hasta hacerlas crujir o trinar, después de todo “la ternura es un bien escaso” y abrir las palabras como nueces, trayendo hasta nosotros la miel de los adjetivos, reivindica una poética que germina bajo la hierba, permite abrir ventanales en el pecho y, junto a esto, posibilidades para nuevos aires. En los poemas de Riverol cohabitan el mar de Vicente Huidobro, el desierto cansino y lleno de cicatrices de Pablo De Rokha, una labor de albañil de la escritura que pone las palabras para cimentar en esas heridas un nuevo mundo el interior del poeta y en los jardines entre poema y lector.

Juan Calero escribe Palabras por el que no estará. Una voz trágica nos presenta la velocidad del Pelícano cuyo alzarse se abre inasible. Los pájaros —sobretodo los de Cartagena— expresan partida, fragilidad, pero también la fuerza y liviandad necesarias para coordinar un vuelo. La actitud apostrófica de este hablante, que a momentos pareciera inseparable de su poeta, ingresa sin emitir ruido ni forzar ventanas, transcurre por los sitios con nostalgia, grita por dentro sin alterar aves ni algas, mientras se pierde en los vientos que trepan la noche como candiles, una metáfora cruel de la naturaleza y su destino. Calero es un poeta silencioso, pero no por ello tiene menos fuerza, es consciente de la efimeridad, sabe que es tarde y que se hace cada vez más tarde, que los testamentos son proyectos para ver quien se frota las manos y quienes no. No se agota en palabras vacías, se acompaña del fuego nocturno, conversa con las luciérnagas, ama a los hombres enterrados hasta los ojos. En Juan Calero está el mar de los láricos lleno de peces que quieren ser perdonados, y la aldea rupestre y mitológica de Jorge Teillier, quien mejor que nadie sabía que lo único verdadero es “que respiramos y dejamos de respirar”. 

Vilma Orrego-Zuñiga nos lleva por las Marejadas de una vida: frágil, biográfica, la palabra que mejor la define es “piedad”, dulzura al acariciar con mimo los recuerdos como piezas de un relato despedazado. Gabriela Mistral solía decir sobre su poemario Desolación, “la canción se ensangrentó para aliviarme”, una frase que se enlaza con su visión cristiana, que concibe a la sangre como medio para la redención y la paz. Como Vilma, quienes escribimos sabemos que en cada verso también entregamos nuestra sangre para limpiar la neblina o llegar a los muelles que se nos han negado. Darle a la desolación el lugar que se merece en nuestros relatos personales es dignificar la pesadumbre como un paso anterior a la claridad. Nuestras sociedades occidentales se han acostumbrado a relevar el logro y esconder la herida, que se contrapone a la imagen del éxito. En pleno apogeo de la exposición mediática, la intimidad sincera y el afecto son valores que la poesía está convocada a subrayar. Las palabras de Vilma tienen el sabor a tierra y sol de las cordilleras mistralianas y la tragedia del “Paso de Atacalco a la entrada del invierno” de Patricio Manns, desde donde la memoria hierve hecha lágrima. 

En el marco del vacío irrumpe el silencio apunta Carolina Correa Guzmán. Hondamente sensitiva, los poemas de Correa nos exigen dar la bienvenida al aroma de las frutillas, el sonido de las gotas, el calor de un café o el paso de una ventisca por las flores. Un cúmulo de postales que bien podrían recordarnos a los recorridos gastronómicos de Pablo de Rokha o los rincones folclóricos y antipoéticos de Floridor Pérez. Correa trata a estos parajes con vida, no como a una perdida, por el contrario. Poemas como Post-vida o Huellas delatan el aprecio que siente la poeta por su imaginario, respetando siempre a la muerte como un después inevitable que nos exige acercarnos a la humildad de la compañía. Nos toma de la mano y nos invita a descubrir otra vez, somos extranjeros en su caminar descalza y paisajes del cotidiano. Creo que este conjunto de poemas cierra muy bien el libro, y no solo por directamente agradecer la experiencia en su último poema. 

Cualquiera podría ser una isla. Este volumen es el atreverse a cruzar mares, desiertos, montañas y glaciares, cortar el océano siempre presente de las islas y acercarnos cuando el entorno impone distanciarnos. Tender puentes es un don que nos ha dado la comunicación, la nación del idioma español, por lo tanto, nuestras palabras no pueden desplazarnos de nuestras vocaciones gregarias. Hay al final del viaje, ciudades y amigos que nos esperan. La poesía es para Pelícanos descalzos un aventurarse a ese espejo enorme que es el mar, estrechándonos en la más humilde sinceridad humana, la de la sensibilidad, que antes que lo racional o meramente emotivo, nos diferencia en parte de aquello que no puede sentir ni moverse.


Alejandro Concha M.

En Lota, 26 de enero de 2023.


Cubierta fotografía de Soledad Prado Correa



Con la tecnología de Blogger.