Retrato a Baldomero Lillo a 100 años de su deceso

(Discurso leído en la 99ª conmemoración del deceso de Baldomero Lillo Figueroa, Lota, 2022)

Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos,
que nada bajo el sol resistiría su empuje.
—Los inválidos, Subterra.

Lo imagino de pequeño sentado en una butaca de madera
mientras su padre, don José Nasario, habla de su juventud;
delgado hasta lo inverosímil, un niño, un escucha, pálido
diente entre las calaveras inquietas con su agónica descomposición,
escribe.

Se dice mucho del oficio de la escritura:
  que el escritor construye a partir del pasado un futuro expansivo,
  que su trabajo es retratar el andamiaje de una época recordada,
  un hueso sin carne de un tiempo que nos será prontamente ajeno.
Neruda nos enseña que solo por la boca muerta de las ruinas se habla*,
aquello que enmudece y ya no palpita,
(y, por lo tanto, tampoco puede hablar).
Hay tiempos, sin embargo, donde nadie puede decir nada,
porque ante la brutalidad, hablar pierde su sentido;
es en las garras de la codicia que aplasta al cuerpo
hasta convertirlo en escombros desechados de la máquina
o en fichas para intercambiar por carne o pan.
Allí, cuando la bofetada del guante aplasta la mandíbula
y enrojece las mejillas, es cuando brotan los mensajes urgentes.

Así mismo, Baldomero, acude al rescate de una humanidad extraviada,
en esos lejanos años de 1890, cuando la explotación del hombre por la industria
mordía los talones, quebraba las rodillas y amordazaba los pechos.
La respiración doliente de su pulmón
cruelmente emparentada con la asfixia
pudo pronunciar la crueldad.

Nos falta el aire en los pasillos carboníferos de SubTerra
que la letra recorre con frenética ternura,
como una mano sobre el cuerpo amado
sabiendo que lo perderá;
aúllan los niños, llaman a sus madres desde el foso de la historia,
los caballos relinchan al enceguecerse con el sol,
las mujeres esconden sus muñecas violáceas bajo las faldas y los trapos.

Hemos visto sin ver las visiones de Pedro María**:
los imperios caer y levantarse unos encima de otros,
sus ruinas despedazadas por esqueletos hambrientos;
no quedarán palacios —describe Baldomero—, no quedarán parques,
ni estatuas ni monumentos a la vanidad, sino los rostros tiznados
juzgándonos a través de la mirada de la memoria.

El mensaje, su compromiso con la historia y la sangre,
nos emplaza a recoger, no el pasado que se derrumba y no nos pertenece
sino el ahora donde nos observamos
queriendo imaginar que nada de esto es cierto.
Los lugares se apresuran a desaparecer,
el tiempo lo quema todo (salvo que la escritura acuda a su rescate),
las materialidades que ahora apreciamos, serán cambiadas por otras piedras
y nuestra propia cultura, reemplazada por otras culturas
en una gruesa cadena de olvidos y conquistas.

Nuestro deber es con el presente, con la urgencia
del ahora, (ahora que nadie puede hablar).
Nos falta el aire en calles y humedales;
el grisú sigue matando, dice Jorge Foss
(emerge de codos de cobre, chimeneas, celulosas y termoeléctricas).***
Estamos perdiendo humanidad,
y la humanidad es nuestro mayor patrimonio.

Baldomero Lillo Figueroa; 1923, septiembre,
como la primavera, como la patria, como el horror;
hoy como antes la cuenca carbonífera se arremolina en multitudes de voces,
danzan, hacen teatro, espejean el tiempo en la humedad de sus pinceles,
abriendo en la textura del papel y la melancolía
los surcos hacia un Chile más justo;
un país que como en los cuentos de Sub Terra
observe con afanes de justicia a los más débiles
y se convierta en la voz de los apartados por la historia.


* del canto XII Alturas de Machu Picchu, de Pablo Neruda. 
** del cuento El Pago, SubTerra, de Baldomero Lillo.
*** del poema Grisú, de Jorge Foss. 




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